Lo único que puedo controlar ante las adversidades es mi actitud

Lo único que puedo controlar ante las adversidades es mi actitud

Hace un año tuve cáncer. De sentirme perfectamente saludable, una mañana de vacaciones felizmente rodeada del mar turquesa de Cancún, comencé a sentir dolor detrás de mi costado derecho. Una noche no logré caminar hasta el exquisito buffet que estaba del otro lado del hotel y me regresé a duras penas al cuarto. Para mi fortuna, en el viaje nos acompañaba un médico maravilloso que me revisó e inmediatamente supo que había un problema en mi riñón derecho. Allí comenzó el via crucis: visita a un urólogo que me pidió estudios y me recetó una dosis altísima de antibiótico, consulta a un nefrólogo ex alumno de mi papá médico, que se asustó al ver la masa sólida dentro de mi riñón y no quiso operarme, pero por lo menos fue sincero. Estudios y más estudios: lo más complejo que arrojaron ni siquiera fue el tumor, del cual, además, no podían hacerme una biopsia por temor a un sembrado de células malignas, sino que se descubrió que mis riñones estaban “en herradura”, es decir, pegados y compartiendo la vía de mi torrente sanguíneo. ¿Cuáles son las posibilidades de esto? Una de cada 600 personas aproximadamente (yo creo que hasta más, pues muchas vivimos sin siquiera enterarnos de esta característica fisiológica, yo lo supe luego de 38 años de vida normal). 

Cuando se sigue viviendo después de un proceso de cáncer, independientemente de si se tuvieron o no quimioterapias, radiaciones y/o cirugía(s), mucha gente inmediatamente empieza a calificarte de “guerrera/o”. Yo encuentro en esa acepción una gran mentira. Me explico: los guerreros usualmente se sentían sumamente orgullosos de desempeñar dicho papel, luchaban por él, superaban pruebas hasta lograrlo, al final daban su vida por lo que impulsaba sus ideales o regresaban a su hogar con el fruto de la caza. De manera consciente, yo no elegí el dolor (literal, físico) que sentí cuando el tumor se infectó, ni hubiera elegido pasar por todas esas citas médicas, extracciones de sangre de mi brazo izquierdo, la incertidumbre del diagnóstico, toma de medicamentos que me dejaron el estómago híper sensible, procesos administrativos con el bendito seguro médico, sesiones invasivas (acupuntura muy dolorosa) y no invasivas de medicina alternativa (reiki, vocalización de mantras, theta healing, meditación); preocupaciones económicas en un momento laboral complejo para mi esposo y para mí; el tratar de sonreír más de lo usual para no preocupar tanto a mis papás; estudios que suelen atentar contra el pudor humano y retan mi claustrofobia. Tampoco elegí conscientemente haber nacido con los riñones pegados y hacer más complejo el encontrar el médico que se animara a operarme, ni tener una cirugía comentada por todo el hospital y varios colegas urólogos durante meses, ni que los patólogos más expertos encontraran imposible el clasificar las células de la tumoración encapsulada dentro de mí, en un caso sumamente extraño, del cual no encontraron otro igual en el mundo. Nunca hubiera querido en mi sano juicio pasar esa cirugía, o que uno de mis médicos con orgullo la expusiera en Facebook, junto con una foto de mi abdomen desnudo sobre la plancha del quirófano, así como mi riñón deforme, ya separado de mi cuerpo. Me hubiera encantado no tener presentes en mi memoria esos días después de la cirugía, en que intentaba comer algo sólido y me brotaban las lágrimas y berreaba como un animal herido, por el dolor causado por la colitis tan fuerte que desarrollé y que me llevó a volver a dieta líquida una semana. Bien me podría haber ahorrado la pena de pedir alimentos especiales en mis desayunos en la Cámara de Comercio, a causa de todas mis restricciones alimenticias. Aunado a esto, inicié una Maestría de tiempo completo a la que sólo falté un par de veces en todo el semestre a causa de dos de las 27 sesiones de radiaciones que recibí, que me dejaron cinco tatuajes más de por vida (puntos que indican los cuadrantes para ubicar la máquina) y que intentaba recibir con amor y gratitud, pero me hacían llorar casi a diario, y no porque sintiera más dolor físico, sino porque llegó un punto en que me pesaba tolerar más el siquiera ver a otros pacientes mucho más graves que yo, a sus cansados familiares y hasta el olor del consultorio mientras yo, muchas veces sola, llegaba y me iba manejando del lugar. Me sabía más afortunada.

Me parece que hasta hoy que expongo esto me doy cuenta de por qué éste fue uno de los retos más importantes de mi vida, de un proceso que no elegí desde mi mente humana, sino desde la necesidad de evolución de mi alma. Sin embargo, no me siento orgullosa de todo ello. Sé que fue duro, pero a veces como sobreviviente me pregunto por qué no morí durante la delicada cirugía, en un 17 de julio de 2019. Otras veces, me sigo preguntando también ¿para qué vivir? si en verdad he tenido muchísimas bellas experiencias que han valido toda la pena y mi único pendiente es pisar las tierras altas de Irlanda y Escocia. Después de todo, como dice Benedetti: “los sobrevivientes también mueren”. Así que lo que me queda y que hoy sé con cada célula de mi cuerpo, es que lo único que puedo controlar en esta vida que me fue dada es mi actitud. He sentido lo que es la profunda tristeza y la atmósfera de la pandemia también me ha llevado a vivir días en que percibo una desesperanza que pareciera infinita, pero no lo es: basta hacerme consciente de mi respiración y darme cuenta con ello de que mi misión en este plano aún no ha terminado, por lo cual aún, a cada instante que lo hago, tengo la oportunidad de hacer, sentir y ser un poco más.

El estudio para corroborar que se sigue libre de cáncer es pesado: te inyectan un radio fármaco, te meten a una máquina durante un buen rato y debes aislarte del contacto físico por 24 horas. Qué afortunada soy, pues la cuarentena me ha preparado para ello y además disfruto estar sola. Qué gratitud poder poner pausa a mis actividades y dedicarme a lo que mi cuerpo necesitaba: descansar, desconectarme, reconectarme para adentro. Me doy cuenta de que el gran enemigo es la imaginación: todo lo que podría suceder, que no es real; todos estos recuerdos que se aglutinan en mi mente y que en este texto comparto y en realidad ya no son parte de mi presente, todas las pérdidas que he tenido en mi vida y se me amontonan y me relinchan con furia, como caballos desbocados.

Cuando llegué a la recepción del lugar donde me harían mi escaneo para verificar que sigo libre de cáncer, la recepcionista le habló a mi mamá y le dijo que debía quitarse sus anillos, cosa que me extrañó: pensó que ella era la paciente. Inmediatamente me di cuenta del sentido de todo esto. Un millón de veces prefiero haber pasado todo el calvario descrito yo misma, a que hubiera sido ella. Aunque sé que mi bendita madre, así como mi padre y hermanos, han vivido sus propios duros procesos al acompañar a su hija y hermana menor en todo esto, siempre con actitud firme, con la disposición que sólo una familia amorosa sabe demostrar.  

El camino de mi corazón tampoco ha sido sencillo, pues he tenido altibajos en mi matrimonio; sin embargo, me sé afortunada de haber elegido como compañero de vida a un hombre magnífico, que no ha flaqueado un sólo día ante todo esto y que, al igual que yo, tiene grandes retos para comunicar sus emociones y necesidades personales, así que seguimos aprendiendo y espejeándonos mutuamente; ¿cómo no ver el amor profundo en ello?

Así que no soy una guerrera, o por lo menos no una mejor o más importante que cualquier otra persona. Sólo alguien viviendo el proceso humano y en total gratitud por esta oportunidad. Me prometo continuar revisando, conociendo mis pensamientos, emociones y salud física y esforzarme por conservar una actitud de compasión a mis propios procesos y hacia los de los demás, compañeros y compañeras en mi camino de vida.

Gracias, gracias, gracias. No hay nada más que este momento. Aquí y ahora.

Zapopan, Jalisco

22 de Julio de 2020

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